jueves, 26 de febrero de 2009

anillos

Tenía siete años cuando mi hermano me llevó a ver la tumba de las luciérnagas. Volví años más tarde, a refrotarme con mi novio de entonces. Ya sabía que el color del agua no era magia, ni luciérnagas, ni cuentos de hadas. Ni nada. Pero el suelo mullido, la hojarasca crujiente y la barrera que ofrecían los árboles eran propicios para escondite y magreo. Y qué coño, me ponía. Después de ese noviete vinieron otros, pero eso ¿qué más da? Ahora he vuelto al mismo lugar, al lado del mismo pedrusco con forma de perro y todo tiene el mismo olor. Musgo, madera de fruta y resina. Pero los árboles están más mayores, por dentro tienen más anillos. Igual que yo.
No me he atrevido a encenderme un piti, que me da miedo que una chispa prenda todo.
Cuando mi hermano me trajo me dijo “Azul, todas las luciérnagas del mundo, cuando comienzan a apagarse vienen hasta este lugar, a descansar debajo del agua. Aquí escupen toda su luz, que se queda en el fondo ¿la ves? Y ellas se marchan río abajo a disfrutar de su descanso”. Ahora el agua sigue dorada, los minerales siguen tiñendo todo. Ámbar. Dorado. Los mosquitos siguen zumbando. El sol de verano me sigue picando igual. Yo me sigo llamando Azul. Y las zarzas, reventadas, han tirado las moras. Pero las hojas que pisé por primera vez ya se las comió la tierra. Los gemidos que se me salieron ya quedaron entre las ramas. Y mi hermano, el que me trajo con siete años a contarme sueños y esperanzas, ya se marchó.
No sé porqué, pero el runruneo del agua grita mi nombre. ¿Querrá brazos azules entre gotas amarillas? No sé. No sé por qué. Pero me desnudo. Mi cuerpo, con más mordiscos, más lunares, más heridas y con el alma zurcida, vuelve al agua de hadas.
Tenía siete años cuando buceé aquí con él. Sé que él nunca volverá a nadar aquí. Y yo siento frío, agujas en la piel, y mis veintitantos anillos por dentro.
No puede ser. No… Pero sí, lo es. Acabo de ver luciérnagas escupir su luz delante de mí. Y ahora se van a descansar, sin peso, ligeras. Y ahora lo recuerdo. Recuerdo zambullirse a una luciérnaga anciana. Recuerdo su escupitajo dorado bajo el agua.
Tenía siete años cuando mi hermano me llevó a ver la tumba de las luciérnagas…

domingo, 22 de febrero de 2009

alcohol de romero

Cuando abrió la puerta, el polvo se le metió por la nariz y se le acomodó en la garganta. Tosió. Pero la blancura ya le cubría los ojos, ya le descansaba en las pestañas. Se acostumbró a la pesadez del tiempo. Y vio que todo estaba exactamente igual que en sus recuerdos. La caja registradora seguía con el 2 torcido y en la rebotica seguían sus cuadernos de recortes (en la cómoda de la esquina, en el segundo cajón de la derecha, en la caja de latón pintada de esmalte). La polvareda y las telarañas acolchaban las pisadas en la madera. Y el tercer azulejo de la tercera fila (contando desde abajo) de la pared izquierda (vista desde la puerta del baño) seguía descascarillado (Sí, qué jodida memoria tiene). El papel pintado estaba roído pero seguían viéndose las flores horteras. El abandono podía cortarse en cachicos y masticar los (demasiados) recuerdos. Pero no lo hizo, que sabe que se empacharía de golpe.
En las estanterías sólo sobrevivían un par de calendarios carcomidos, tres cajas de cartón deshecho y una botella de cristal. Tumbada. Caída. “Ni siquiera una simple botella tuvo fuerzas para seguir en pie”, pensó. Al cogerla tres palabras le arrugaron por dentro. El pecho le dio media vuelta y luego una entera. Tres palabras que le emocionaron más que cualquier ñoñería. Limpió con cuidado la botella y la toqueteó, haciendo repiquetear el cristal entre sus anillos. Recordó ese olor que lo invadía todo. Ese olor que desde siempre se le había colado por los pespuntes de la ropa, por las costuras de su abrigo. El olor que le había cicatrizado las heridas, el que le había curado las caídas. El olor que había embadurnado su espalda y su nuca. El olor que se le había colado por cada poro hasta convertirse en su sudor.
Se guardó la botella en el bolso. Apagó las luces y volvió a cerrar todo. Tres vueltas de llave en la puerta. Dos, en la persiana de la calle. Esta vez sería sólo un “hasta muy pronto”. Porque llevaba algunos recuerdos embotellados y sin abrir. Porque todavía tenía que volver a por más. Algunos escondidos, otros invisibles y otros más en la cómoda de la esquina, en el segundo cajón de la derecha, en la caja de latón pintada de esmalte. Sí, qué jodida memoria tiene.

miércoles, 18 de febrero de 2009

dos de azúcar


Se pidió un café solo. Sin leche. Sin azúcar. Se lo bebió despacio. La amargura le robó hasta escalofríos. Ardía. Al marcharse dejó en la mesa un reguero de servilletas echas bola. Como siempre. Subió por la rua de São Tomé. Callejeó. Compró una lámina y un pastel de crema que se comió caminando hasta Castelo (sí, notaba las dos cucharadas de azúcar que no se echó en el café). Se enamoró de una ventana vieja que todavía mostraba orgullosa su color azulete y la fotografió junto a una cabina blanca (y manchada por dentro), una fuente seca, sábanas tendidas, hojas esquinadas y baldosas descascarilladas. Terminó un carrete. Pensó colocar la lámina sobre el cabecero de la cama. Cogió un tranvía y en el traqueteo salteó algunas notas (“las pasaré a limpio mañana”) sobre su nuevo relato.

En casa se duchó con agua caliente, ardiendo. Se acordó del café solo. El que quemaba. El que se tomó sin azúcar. Casi sin secarse, con el calor subiendo y bajándole la espalda, salió del baño y fue al salón dejando huellas de agua en el pasillo. Apagó la tele y comenzó a besarle el cuello, a lamerle los dedos. Hicieron el amor a medio camino del sofá y el suelo. Y follaron encima de la mesa, para terminar corriéndose en la cama, jadeando y agotando sus cuerpos. Echó de su cuerpo todo el calor guardado.
Mientras se liaba un pitillo terminó de decidir que la lámina quedaría de puta madre sobre el cabecero. “¿Te apetece un café?”, preguntó. “Sí, con dos de azúcar”.
Meneó las caderas hasta la cocina, tal y cómo se menean unas caderas recién ensanchadas de amor y con el alma resbalando por las piernas. Se terminó el piti mientras el café se hacía. La cafetera silbó y sirvió en dos tazas, una blanca y otra roja. Para él dos de azúcar. Ella se echó tres, que la amargura del de antes no le había gustado. Él fue a la cocina, llamado por el olor requemado. Ella le enlazó las piernas a su espalda y le silabeó al oído: “Ya lo he decidido”…

lunes, 16 de febrero de 2009

estoy en la orilla

Lo tecleé hace ya mucho tiempo.
Conozco a un hombre que vive en el fondo del mar. Sí, en el fondo del mar. No se trata de una leyenda mitológica, no se cubrió el cuerpo de escamas ni se operó branquias. Todo fue tan sencillo y natural que son muy pocos los que conocen su verdadera naturaleza. La transformación comenzó en su niñez.
Pasaba los veranos en tierras húmedas del norte, de lengua cantarina, con olor a verde y con vecinas hechiceras. Desde el primer momento, el eterno mar que se extendía ante su pequeña y discreta presencia, tapado por bosques de eucalipto, acebo y castaño, le embrujó por completo.
Las mañanas de unían con las tardes, las tardes con las noches y así, un día tras otro, la transformación se completó sin que nadie se diese cuenta. El color azul se encajó en sus ojos, y desde entonces vive en un mundo de tonalidad cian y añil. La sal se metió por su nariz y rebosó los poros de su piel, por eso sólo percibe olor salino y su piel cristalizada, a veces, hace llorar. Adquirió la (no) memoria de los peces y la soledad del océano se hizo su amante eterna. Cuando respira, su cuerpo se llena de polvo de coral. Cuando expira el humo de su tabaco azul dibuja formas de ola en el aire. Se le puede ver nadando por el mundo (por su mundo monocolor) solo, dejándose arrastrar por la corriente y adentrándose en marismas oscuras.
Pero de vez en cuando añora la arena quemada, la fuerza de la espuma chocando en la roca y vuelve a la costa. Ahí le espero yo. Al verme, me dice que huelo a orilla y yo me lleno de su olor a mineral y salitre. Nos tumbamos, él a que el sol le pique y yo a cubrirme de sombra. Me cuenta lo que ha visto en el fondo del mar: las algas que se enredan, los peces minúsculos, la oscuridad del fondo, tiburones aterradores y acantilados interminables que llevan hasta el centro del infierno. Yo le explico lo que he visto, lo que se me ha permitido ver sin que el sol me cegara. Y los dos nos llenamos de arena y de brisa. En el punto en que su mar y mi sol se unen. Un lugar que sólo conocemos nosotros. Sí, conozco a un hombre que vive en el fondo del mar.

viernes, 13 de febrero de 2009

calor que cala

- ¿Quieres hablar?
- No, quiero dormir – dijo ella. Quiero dormir dos horas, pensó.

A los ciento cincuenta minutos exactos se marchó dejando una nota en la mesa y a él arropado en la cama. Los dos se habían quedado con la piel desgastada y con agujetas en la lengua.
La vergüenza salió corriendo al ver cómo se habían acercado sin sonroje y directos a la boca, con saliva de fruta (“Sabes bien”, le dijo él) y con los ojos enormes mirándose hasta volverse cíclopes. Tras el primer beso él la desvistió con fuerza. Ella buscó los botones de su pantalón y le tocó hasta que su calor que cala le dio fiebre. Él la acarició hasta que la vio retorcerse gimiendo. Y durante horas jugaron a quererse. Quererse durante un rato eterno. En un acuerdo no dicho, no sellado, jurado a mordiscos.
A ella le quedaron moratones en el vientre y en la pelvis dos días, ojeras moradas un día y sonrisa avioletada para recordar.
A él (de tanto mirarle ella esa noche, de tanto abrazarse los dos) los ojos enormes y oscuros se le vaciaron hasta volverse azules. Azules con motas amarillas (debió ser la luz de lámpara de la mesilla, que se coló) como recuerdo del pacto jurado a lametazos y esa nota que no se guardó.
Horas después de que ella se marchara, el chico de ojos grandes (y ahora azules de amor) se levantó. Se duchó, se secó con la toalla limpia que ella le había dejado e hizo la cama. Cuando ella volvió, absolutamente todo olía a ese acuerdo y al oscuro de los ojos que se perdió en las sábanas.

jueves, 12 de febrero de 2009

en la boca

Carnation Lake siempre decía que tenía nombre de blues. Pero en realidad sus padres no pensaron que poniendo ese nombre su hija iba a ser una niña de mirada triste y caminar lánguido. Carnation vivía en medio de la nada. No como algo metafórico. La nada en su precioso y triste sentido. La pequeña gran casa se hacía minúscula en medio de la inmensidad del casi desierto y se perdía en el frío blanco de enero. Carnation siempre recordaría mucho tiempo después, perdida en un desierto de taxis y ruido, el plic plic plic de lluvia machacando la chapa del tejado. La del nombre azul pasó la infancia entre cuentos de princesas, cortes de luz, olor a estufa y manos húmedas de hierba. Le gustaba sentarse a leer entre el trigo de su padre y esperaba que a las ocho en punto su madre le peinase durante exactamente ocho minutos. En su último artículo (firmado como siempre con su apellido de soltera, Lake) Carnation habló del día en que sus padres quitaron todos los cuadros de la casa para que ella y sus hermanos empapelasen todo con sus dibujos de colores. “El momento más feliz de mi vida ocurrió un 15 de mayo (año inexacto). El autobús del colegio nos dejó en casa…”, escribió C. Lake. La mujer de ojos tristes y maneras lánguidas ahora prepara un nuevo cachito de vida. Su gran anécdota. El cómo consiguió que su ahora marido y único amor le pidiera pasar con ella el resto de sus días y orgasmos. Ya ha redactado la primera línea: “Me masturbo pensando que te corres en mi boca”.