domingo, 24 de mayo de 2009

lo buscó entre sus pestañas

Lo buscó entre sus pestañas pero ahí no estaba. Removió el aire, deshizo sus pasos y se miró en el espejo por si se le había quedado agarrado a la piel. Nada. No aparecía. Pensó que tal vez lo había guardado sin querer. Así que abrió todos los armarios, cajones, cajas y estanterías de su diminuta casa. No lo encontró entre los manteles de lino. Ni en el congelador. Tampoco detrás de los cuadros. Ni tumbado al sol al lado de los geranios del balcón.
Ya habían pasado horas desde que se escapó y el arrastre de las saetas se le hacía terriblemente insoportable. En un intento desesperado quiso verlo en el zumbido de la mosca puñetera (la que se había colado en la casa esa mañana), en el olor a fritanga de la cocina y en los botes de especias de colores. Pero seguía sin aparecer.
Se le empezaron a caer lágrimas gordas, de las que vienen con arrugamiento de barbilla, pero siguió buscando. Ahí y allá. De nuevo, se puso frente al espejo y abriendo la boca miró a ver si se le había quedado atascado en algún diente, abrazado a la lengua o pegado al paladar. Ni rastro. Ni sabor en la saliva, ni en el aliento de después. Aquel suspiro se le había escapado demasiado bien.

martes, 12 de mayo de 2009

el olor de la pasta que se crea con la lluvia y las hojas secas

Nació en medio del bosque. Su madre se abrió en un claro dorado y ahuyentó a todos los bichos con sus gritos. Y es que decidió adelantar su llegada al mundo, y escogió el día en que sus padres se fueron a pasear.
El musgo se llenó de sangre roja y líquido blanquecino. Los pinos perdieron su aroma y un perturbador perfume de violetas lo llenó todo. Mientras, su padre se colocó para esperar su llegada entre las piernas de la mujer.
Con esfuerzo, él nadó dentro del vientre y sacó la cabeza a la luz dorada.
El murmullo del riachuelo, que había sólo a unos metros, le tranquilizó tras el primer grito desesperado a la vida. Algunas briznas se le quedaron pegadas en su cuerpo ensangrentado, viscoso y terriblemente hermoso.
Su madre apoyó la cabeza entre el barro bruno y le acomodó en el pecho. El padre les abrazó a los dos y, con una fuerza sobrehumana, cogió en brazos a la mujer recién parida con el bebé apoyado en el seno. El crujido de la hojarasca adormiló al niño. De hecho, todavía, antes de dormir, sueña que está en medio de ese claro y huele a la pasta que se forma con la lluvia y las hojas.
Por todo esto, tiene la voz rasgada, que la corteza de los árboles se le encajó en la garganta. Y es por esto que tiene los ojos del color de las hojas muertas. Y también de esto, su pelo huele a sándalo y su lengua sabe a moras.
Eso sí, la manía de hacer crujir los dedos y llevar siempre un compás en la mochila, no sé de dónde viene.
“Del crujir de las ramas y de las ganas de dibujar anillos como los de los árboles”, apuntaron por detrás y I am the walrus empezó a sonar en el piso de al lado.

viernes, 8 de mayo de 2009

pared de nieve


la nube parió a la luna

He visto nacer a la luna. Se escurrió poco a poco de dentro de una nube preñada, gorda y oscura.
Fue anoche. Estábamos tumbados en la cama. El calor y el aire viciado nos empezaban a ahogar, así que abrí la ventana de par en par y entró un suspiro fresco (que nos hacía cosquillas en los pies). El perfil de las casas del patio recortaba al cielo.
Los gatos y palomas, que siempre están sobre el tejado ródeno a un palmo de mi ventana, se habían ido a dormir. No era demasiado tarde, pero sólo un par de habitaciones en el patio estaban iluminadas con una lámpara amarillenta o el parpadeo de la televisión.
Entre caricias, hablábamos de las relaciones, del amor, de los sabores del helado, del mañana, del hoy, del ayer con sus diferentes protagonistas… cuando miramos al frente y nos deslumbró esa luna redonda como una hostia, brillante, rematada con lentejuelas.
Nuestra habitación estaba disfrazada con una luz roja y pasada la frontera de la ventana todo era de color lunar que le goteaba a la nube. Era tan increíblemente hermoso que dolía a los ojos.
La luna estaba cubierta por una de las muchas nubes oscuras, rosadas y azules, que espolvoreaban el cielo. Estiramos los brazos y con los dedos la ayudamos a salir.
La nube paría al astro, poco a poco, y nuestros dedos la acariciaban para tranquilizarla (éramos conscientes del dolor y del esfuerzo que debía suponer separarse de algo tan perfecto).
Con un último empujón, la luna salió. La recién nacida de repente se vio sola, orgullosa, majestuosa. Consciente de su belleza, se dejó limpiar los restos del parto por otra nube, más pequeña que su madre. Ya limpia, con el cielo despejado y creyendo que el cielo se había hecho sólo para ella, lució con una fuerza brutal.
Brilló y brilló. Apagamos nuestra luz roja y vimos que Luna nos iluminaba por completo, casi cegándonos. Nos volvimos a desnudar y tomamos un baño de ella.
Fue uno de los momentos más bonitos que he visto, que he vivido. Mágico...

miércoles, 6 de mayo de 2009

el vaso sobre la mesilla

Metió el dedo en ella. Con cuidado. Después introdujo la mano en el vaso de agua, el que estaba sobre la mesilla, porque decía que así se quedaría el aroma a ella en la habitación.
A él le ponía inhalar ese olor a violetas.
Al principio la folló con dulzura. Pero enseguida ella le envolvió la espalda con sus piernas y marcó un ritmo rápido. Violento. Deshicieron la cama, rodaron por el suelo y se tatuaron la piel con el estucado de la pared.
El reloj arrastraba horas de jadeos y de aliento caliente. Ella era, es multiorgásmica y con cada gemido, con cada minuto, clamaba su muerte. Terminó llorando de placer a cuatro patas y mordiéndose las muñecas.
Él se corrió temblando y desde la calle sonaron fuegos artificiales. Cuando ella fue al baño, con el alma escurriendo entre las piernas, él se fumó un piti tumbado sobre el colchón desnudo.
Ella volvió y se durmió con agujetas en la pelvis, un camino de círculos violetas bajando por su vientre y dientes marcados en su pecho.
Él dio la última calada y se dejó caer sobre la almohada empapada.
Durmieron una media hora. Al despertarse lo volvieron a hacer. Los dos querían más y se lo dijeron el uno al otro con miradas y sílabas guarras. Después se ducharon y se vistieron despacio.
Le acompañó hasta la puerta. Se despidieron con un beso eterno. Y fue antes de salir, cuando él se dio la vuelta y le dijo un “te quiero”. Un “te quiero” arrastrado por su lengua con miedo y dulzura, incubado por dentro con vergüenza. Le tembló la barbilla y se puso rojo. Ella le devolvió un “y yo a ti” sincero que le salió volando de las tripas, que sabía a sal y a la fruta madura que saben los besos.
Volvieron a la habitación acariciándose con las manos y miradas. Se desvistieron a mordiscos e hicieron el amor otras dos horas.
Ahora, a veces a ella, se le escapa un “te quiero” en algún gemido.

martes, 5 de mayo de 2009

ella

Le pidió los zapatos rojos a ella. Se tragó la vergüenza con un buen trago de whiskey, solo y con mucho hielo. Porque adoraba esos zapatos rojos. Y porque el número de pie era prácticamente lo único que compartía con su hermana. Que una había nacido pelirroja y la otra casi albina, que una era baja y la otra una espiga, que una agitaba el aire con sus caderas y a la otra se le escapaban las puntas de los huesos. Pero ya no importaba. No, ya no.
Ya no lloraba cada vez que oía el comienzo de Heartbeats. Ni se mordía las uñas. Ni le temblaba la pierna mientras removía el café. No, ya no. Ahora tomaba baños de sol cada mañana, follaba sin complejos y se había amputado el pelo porque ya no tenía miedo de enseñar la cara. Así que pedir esos zapatos relucientes, los de tacón fino, los de color amapola, era un paso más en su catarsis.
Se puso ante ella, la meta que quiso y no pudo alcanzar, la carrera que le venció. Arrugó la barbilla. Y le pidió los zapatos rojos entre aroma a whiskey y la lengua fría de hielo.
Ella sonrió y abrió su dentadura jodidamente perfecta. Sus enormes ojos azules chispearon alrededor de esa nariz respingona. Caminó con su puta elegancia innata hasta el armario perfectamente ordenado y le acercó los zapatos rojos. Limpios. Relucientes. Guardados entre papeles blancos de seda.
El whiskey le subió hasta la boca y, junto a la bocanada de alcohol, la presa que contenía (durante demasiado tiempo) a su furia reventó.
Los zapatos volaron directos a esa nariz respingona. Se marchó escuchando el soniquete de su quejido. Ni siquiera vio cómo le sangraba la nariz. Porque le picaban los ojos, lloraba alcohol y sal.
Nunca le sentaba bien el whiskey solo (y con mucho hielo). Ya lo sabía.