miércoles, 30 de septiembre de 2009

pero me sigo mordiendo las uñas

No sabía nada de él desde el día en que me acosté con su amigo. Hasta entonces los dos paseábamos sin casi decirnos nada, nos sentábamos en una terraza de la Plaza del Dos de Mayo a tomar una caña y se metía conmigo y con mis cigarros slim. Era algo así como una relación platónica. Podíamos pasear ese verano, reír hasta que nos doliesen los huesos y hablar sin parar durante horas, pero éramos conscientes de que, por algún motivo, no acabaríamos en la cama. Me acompañaba hasta el metro y me daba un beso muy rápido en la mejilla. Nada más, aunque yo me moría de ganas de arrinconarlo en cualquier esquina.

Y de repente, desapareció. Nunca más volví a saber de él. Ni su amigo ni yo le dijimos nunca nada. Pero creo que lo supo al vernos la cara o tal vez descubriese un poco de mi olor arropado en la nuca de él. Creo que ninguno de los dos esperábamos eso. Simplemente ocurrió. Fue en una noche extraña. Todo el día habíamos sobrevivido a un calor bochornoso y por la noche tuve que salir con chaqueta. Me encontré con él en la Gran Vía. Yo sólo había bebido un par de caipirinhas “por compromiso” pero me notaba las mejillas ardiendo. Pensamos que lo mejor era pasear así que caminamos y caminamos. Tiritábamos de ese frío raro, así que nos acercamos el uno al otro. Era demasiado cómodo estar con él. Y él me miraba con sus ojos demasiado grandes. Atravesamos la Puerta de Alcalá, nos asomamos por las verjas de El Retiro… Y hablando y riendo llegamos hasta mi portal. Subimos y hablamos durante horas. Nos escupimos nuestros miedos, nuestra mierda, nuestros traumas directos a la cara y sin disfraz. Fue entonces cuando me acarició y el mundo se me fue. No recuerdo cómo, pero de pronto los dos estábamos desnudos y gimiendo entre alientos cálidos. Podría haberse quedada en un simple polvo, pero esa noche él me curó de mis miedos y pude volver a mirarme al espejo sin apartar la vista. Incluso deseaba engordar para que pudiese agarrarme con más fuerza de las caderas. A la mañana siguiente nos despedimos con un beso en la mejilla y con los ojos borrosos de vergüenza. Durante todo el día me sentí la cintura satisfecha y las tetas me olían a sal. Nos prometimos no contarlo nunca (y así fue) pero no a olvidarlo.

Y él, mi él de los paseos, de las cañas en la plaza y de los besos rápidos en la mejilla desapareció sin saber cómo. Nadie sabía de él, nadie sabía dónde estaba. Hasta este domingo. Me había despertado demasiado pronto. Tomé un café y me duché rápido. Salí a la calle sin ninguna dirección concreta y paseé un buen rato hasta un café de la calle Espíritu Santo (sí, me gusta ver la ciudad los domingos, todavía dormida). Estaba bebiendo un sorbo de zumo cuando lo vi pasar. Con sus andares lentos y mirando inquieto, cómo siempre. Comencé a seguirle por unas callejuelas y otras, hasta que por fin lo alcancé. Sin decirle nada, me puse a su altura. “He dejado de fumar”, le dije. Se giró hacia mí y me echó su sonrisa de pilluelo. “Tendré que buscar otra cosa de ti que me saque de quicio”, contestó. “Tranquilo, me sigo mordiendo las uñas”. Y paseamos casi sin decirnos nada hasta que se hizo la hora de una caña en la Plaza del Dos de Mayo.

viernes, 25 de septiembre de 2009

norma


El día que sus padres concibieron a Norma se colaba desde el piso de abajo la música de su abuelo. La Callas retumbaba en las paredes y arañaba sus pieles. Casta Diva hizo saltar lágrimas a su madre y su padre memorizó la melodía. Aquella ópera de Bellini era la favorita del abuelo. La escuchaba todos los días al volver del trabajo. Se sentaba en su sofá de piel marrón, el que todavía se sigue usando, y fumaba despacio de su pipa mientras escuchaba a la griega.

La casa enmudecía para escuchar la ópera durante una hora. Su madre aprendió eso desde niña. Le contó que durante esa hora, en la que el mundo se paraba, bailaba por las escaleras, imitaba a la soprano frente al espejo o hacía su representación con muñecos. Cuando creció y se enamoró recordó esos sesenta minutos en los que se masticaba belleza en el aire e instituyó esa hora como el tiempo para amarse. Subían despacio las escaleras y con los primeros acordes comenzaban a besarse en el pasillo. En la suave melodía al principio se desvestían con cuidado. La flauta dirigía sus brazos; los violines sus pasos hacia la cama, vigilada todavía por osos de peluche y revistas de moda. Cuando María comenzaba a cantar se dejaban morir, ahogando los gritos en la voz trágica.

Durante meses, durante años, subían a la misma hora amándose bajo la protección de la historia de las Galias. Pasaban el día tarareando esa música deliciosa en su cabeza y crecieron amando la ópera y venerando a Bellini. Su madre cambió los osos de peluche por una imagen de la santa Callas y decidió ingresar en el conservatorio profesional, tal y cómo su familia deseaba, para poder reproducir aquella pieza que la hacía morir. Su padre se dejó los dedos en las cuerdas del violín. Cuando se encontraban en los pasillos de la escuela, dónde de cada puerta salía una melodía diferente, se decían cualquier verso que les hacía sentir un escalofrío.

Ella le curó las heridas de las cuerdas. Él la escuchó ensayar hasta caer. Y sabían que tenían aquella hora que el mundo les regalaba. Cada nota, un dedo bajando por la piel. Cada palabra, un gemido que acallar. Mientras el abuelo, en el piso de abajo, fumaba despacio de su pipa escuchando la historia de Norma con la voz de su amada María.



Audio: María Callas, Casta Diva de la ópera Norma, Bellini.

Ópera Norma de V. Bellini.

Fotografía: http://mariacallas.org/

jueves, 24 de septiembre de 2009

y...

Te acabas de marchar. Y no lo sabes, pero al cerrar la puerta no lo he podido evitar y he empezado a llorar. Y no sé por qué. Y ya sabes cómo lloro, arrugando la barbilla y con un berrinche durante horas. Y me he acordado que piensas que estoy guapa cuando lloro. Porque dices que tengo los ojos grandes y con lágrimas son más bonitos. Putas mentiras para consolarme.

Te sigo sintiendo aquí. Mi habitación está llena de humo, el vaso de la mesilla tiene tu sabor en el borde, las sábanas huelen a ti y yo estoy empapada de tu nombre. Estoy llorando y no sé por qué. Primero me has hecho el amor y luego hemos follado horas, se te ha escapado alguna ñoñería y has mirado cómo andaba desnuda por la habitación. Hemos hablado sin hablar y al irte me he colgado a tu cuello, cómo siempre. Eso es todo. Y ahora estoy llorando.

Mientras escribo esto, doy sorbos a un Nesquick caliente. Me serena un poco y me recalienta la tripa. No sé por qué escribo. Por qué a ti. No sé qué me pasa. Creo que es miedo, pero mi cuerpo está temblando. Noto circular la sangre y el corazón se parece a la secadora vieja que tenemos en la terraza. Igual que cuando te dan una buena noticia. Igual que cuando esperas el regalo de Reyes. Pero con miedo. Ya he dado el último trago, me ha quedado sabor a chocolate.

Me he acordado de la historia que me has contado. Lo que te ha pasado en el trabajo. Y me he echado a reír. Me haces reír. Siempre. Ahora tengo que dormir, tomaré una valeriana para no dar vueltas y vueltas. Seguro que acabaré babeando sobre la almohada. Dices que pongo cara triste cuando duermo. Tú el otro día te reías a carcajadas mientras dormías. Me voy a la cama. Buenas noches. Creo que estoy enamorada de ti.