domingo, 24 de enero de 2010

diario rojo I

Hoy me ha llegado el olor a hojas podridas de la piscina. Suelo caminar hasta detrás del jardín, rodeo la piscina (todo son arces y castaños) y vuelvo por el huerto. Siempre que paso cerca de la piscina me fijo en que la masa de las hojas forma una capa gruesa. Creo que podría andar sobre esa masa sin caer en el agua verde. Y hoy me ha llegado el olor de esa masa por la ventana. Y me he asustado. Pensaba que el olor era mío.
Llevo tanto tiempo aquí que ya me he cansado de contar las semanas. Me guío por los regalos que me traen papá y mamá los domingos. Un jersey, chocolate, un libro. Y vuelta a empezar. Entré el día de mi cumpleaños. Dieciocho años. Toda una vida por delante, me decían todos. Y una mierda, me dije yo. Mamá sólo lloraba y papá se quedó todavía más mudo. Durante meses me había escondido los cortes debajo de manga larga. Pero ese día todo se acabó.
Primero me amputé el pelo. El suelo se volvió rojo, los rizos llenaron todas las esquinas. Por primera vez me vi la cara entera, cara de luna, libre de ese pelo demasiado llamativo. Ese rojo que me señalaba a lo lejos, ese rojo que está escrito hasta en mi nombre. Luego fue un escozor en mis brazos, un segundo, una cuchilla y el dolor me quitó el miedo durante un instante. Pero ese día, el rojo me llenó los ojos. Tenía calor pero empecé a tiritar y caí. Caí sobre esa alfombra roja, rizada. No recuerdo nada más. Sólo a mi madre llamándome, gritándome. ¡Safran, Safran! Y sólo oscuridad.
Me desperté en el hospital y luego me trajeron aquí. Creo que han pasado dos jerséis, tres chocolates y dos novelas (una histórica y otra de misterio). Los rizos ya me han empezado a salir. Hoy me han dado este cuaderno con un estuche, metálico y de flores, con un lápiz y un par de bolis. Dicen que debo escribir. Lo dicen todos. Y yo me siento como Alice Gould. Y se me escapan las líneas volcada sobre un papel, encerrada en una habitación siempre con la puerta abierta.
Pero creo que aquí estoy bien. Dicen que ya sólo empeoro después de los domingos, cuando papá y mamá se marchan llorando. Dicen que es la culpa, que me marea y me encierra en la cama. Al día siguiente, suelo escribir una carta a mis padres y a mi hermana Lila. Les digo que lo siento, que pronto volveré a casa, que lo siento, que aquí estoy bien, que lo siento y que en el jersey nuevo ya se ha quedado el olor de los castaños y del sándalo que hay en el huerto. En la próxima carta les contaré que ha llegado el olor de la piscina hasta la habitación. Papá me dirá que es el viento, que está cambiando. Él siempre sabe de esas cosas.
Tal vez también debería escribir a Marcos. O tal vez no. No sé qué decirle. Nunca sabía qué decirle. Además, le dejé semanas antes de llegar aquí. No sé si él me llegó a querer de verdad. Espero que sólo esperase de mí toqueteos en el coche de su padre. Creo que yo nunca habría llegado a quererle del todo. Y en el fondo, no me gustó hacerlo con él. He pensado que a lo mejor soy lesbiana. O a lo mejor es que él no me ha follado bien. Supongo que tendré que hacerlo más para saberlo.
Dicen que debo pensar qué quiero hacer cuando salga de aquí. No sé cuándo será eso. Pero creo que no puedo ver más allá de los castaños y arces. Si me vuelven a preguntar les diré que quiero ser Alice Gould. Quiero estar agarrada a un cigarro mientras escupo líneas. Todavía no lo sé, no puedo saberlo. Puede que mañana, después de probar un filete, quiera ser cocinera el resto de mi vida. Resto de mi vida. Qué raro suena. Estuve a punto de tener siempre dieciocho años, una vida por delante eterna. Y ahora estoy aquí a punto de empezarla. No es eterna, pero sí a estrenar. Ya tengo ganas. A lo mejor, si me pongo de puntillas, veo más allá del jardín, de los árboles...

viernes, 22 de enero de 2010

veintidós uno veinte diez

Me metí los dedos porque quería que con el vomito se me fueran todas las penas. Pero siguieron ahí (me arañaban tanto que hasta había escupido sangre). Sólo vi dar vueltas en el fondo del wáter a la cena y al poco orgullo que me quedaba.

Un vodka negro y algo de humo me han quitado el sabor a vergüenza. Pero el dolor en la boca del estómago me sigue anclando al sofá. Tengo el teléfono a sólo un paso y las ganas de llamarte me remueven los dedos de los pies. La culpa me ha quitado kilos. Ya sólo tengo huesos picudos, de esos que duelen. He dejado moratones a los que se han revolcado conmigo. Pero ya estoy harta. Estoy harta de echar un polvo con el primero que pasa. Creo que el asco que me doy es lo que se me ha quedado en la tripa. Me duele la culpa.

Quiero llenarme de humo, todos las esquinas de dentro. Igual que cuando llenabas de incienso el dormitorio. Quiero que todo se marche, se arrastre. Igual que cuando sientes que un trago de agua te cae por la garganta y avanza bajo los pulmones. Arrastra lo sucio. Pero ahora el vodka es dulce y me quema.

Se me han dormido los dedos de los pies. Sé tu número de memoria. Sólo dos tonos y tu hola me retumba en el oído. Y a mí se me caen las palabras.

- Hola. Soy yo. Me duele la tripa.

lunes, 18 de enero de 2010

lluvia en las gafas

Me gusta que no sepas cantar. Y que no te apañes con los ordenadores. Me gusta que frunzas el ceño cuando duermes. Y que seas un maniático de los sabores. Que pongas esa cara cuando te pido que cuides al cruzar y que por las mañanas tu lengua esté bañada en café.
Hemos recordado miles de veces el día que nos conocimos. Llovía tanto que tenía hasta las bragas chipiadas. Me había olvidado el paraguas en ese restaurante de Goya. Nos presentó Jorge, justo antes de marcharse a Bruselas. Hemos hablado de ese día y de esa lluvia, de esos charcos, miles de veces. Pero creo que tú ahora recordarás este día, este hoy. Cada minuto. Con cada gota, porque hoy también llueve. No sé si me acostumbraré a verte así de pequeño. Así de lejos. Pero quiero que cantes mal, como a mí me gusta. Y que sigas frunciendo el ceño al dormir. Y que llegues a despertar a otra con un beso de café con leche. Y aunque ya no te lo diga ni me pongas esa cara, ten cuidado al cruzar. Yo siempre lo he tenido, pero hoy se me ha olvidado mirar. Y ahora mi mañana siempre será este hoy.
Recoge mis gafas, siguen en la acera.

* chipiau, -ada. a. (Aragonés): mojado, empapado, generalmente por la lluvia.

jueves, 14 de enero de 2010

Atención: estación en curva. Al salir, tengan cuidado para no introducir el pie entre coche y andén.

Hoy la he vuelto a ver. Estaciones diferentes. Pasillos diferentes. Horas diferentes. Pero siempre termina encontrándome. Está en un rincón. Con su pelo rubio y cardado Lansbury. Sus ojos remarcados con lápiz azul. La blusa de flores desgastada.

De los altavoces salen los ruidicos que recuerdan a feria, a organillo infantil y a los 80. Ella maúlla besando el micrófono. Deja el pintalabios rosa, comprado en el mejor chino del barrio, escupido en la cabeza del micro. Sigue recitando sus frases indecibles. Agita el brazo izquierdo a la vez que su lengua. Sonríe al que pasa. No entiendo qué canta. Creo que ni ella lo sabe. Pero sé que se cree Blossom Dearie mientras desde megafonía piden perdón por el retraso en la línea 1.

Desde el andén escucho sus maullidos. Casi la veo. Pequeña, encogida en su esquina agarrando con fuerza el micrófono. Colocada frente a las escaleras, quiere ser Norma Desmond pero su disfraz es demasiado barato. Clin, clin. Monedas sueltas. Un “grasias” salivado al micrófono. Aliento a regaliz. La diva crece. Maullido más alto. Y mi próximo tren, 1 minuto.

sábado, 9 de enero de 2010

chavela

La Llorona empezó siendo la Cebolleta. La llamaban así los niños del barrio. “Todavía huele a la Cebolleta”, decían por la mañana. Y siguiendo el rastro se asomaban a la ventana de la cocina. Ahí estaba, y seguiría estando días y noches, la Llorona con su berrinche crónico.

Aprendió a andar entre los pucheros del restaurante. Su madre le hacía repasar la lección mientras pelaba las patatas. Y recuerda el día que, con doce años, le quitaron la mahonesa de las manos. “Hoy eres mujer y si la tocas, la estropeas”, le explicó su madre con las mejillas abochornadas. Avergonzada, con esa sangre entre las piernas, la Llorona se escondió en un rincón a cortar cebolla. La mezcló con pimentón, del mismo rojo que se le escapaba; con la albahaca y pimienta molida; tomate verde y aceite de oliva. Fue entonces cuando la Llorona empezó su berrinche. La cebolla se le metió por la nariz y le dejó llorar por primera vez. Así echó todo fuera y se limpió. Parte del lloro se le escurrió en la salsa. La sal justa.

Cuando el plato llegó al comedor, aquel hombre rechoncho se llevó la salsa de La Llorona a la boca. Nunca había probado nada igual. Se le escaparon lágrimas de placer y pidió repetir, sólo la salsa. Un plato a rebosar. Después de dejar el plato limpio hizo que llevaran a la Llorona hasta él. “Es la mejor comida que he relamido nunca, niña”, le dijo el hombre rechoncho, todavía con lloriqueo en las ojeras.

Fue entonces cuando empezó a ser para todos la Cebolleta. Condenada a preparar esa misma salsa una y otra vez. El olor a cebolla se le quedó en el pelo, en las axilas y hasta en las pestañas. “¡La Cebolleta! ¡Ahí viene la niña cebolla!” le gritaban. Sus padres se apenaban de la niña. Hicieron trucos para quitarle el llanto, pero aunque en principio funcionaba, la cebolla enseguida engañaba y la niña volvía al berrinche, así que todos los cocineros intentaron preparar la receta. Pero a nadie le salía igual, todos los clientes pedían que fuera la niña quien cocinara aquella salsa de pobres.

Pero el olor a cebolla no sólo le hacía llorar a ella. Ese perfume se le había colado tan dentro que hacía llorar a todos los que se le acercaban. “Mira, la niña cebolla. Llora que te llora. No te acerques o se te pegará el olor y el llanto. Ay, llorona…”. Así que quedó condenada a encerrarse en esa cocina. Su vida era esa salsa. Una y otra vez.

Ahora la Llorona tiene olor a cebolla, los ojos pequeños de tanto llorar y los dedos llenos de cicatrices (cortes de cuchillo curados con zumo de cebolla).