sábado, 20 de febrero de 2010

cruz

Siempre está en la esquina con Goya. Se sienta en el bordillo y apoya la pieza de madera sobre el árbol. Siempre el mismo árbol. Todos los días. Siempre tallando. Hoy esculpía un crucifijo. Una cruz gruesa, fuerte. Comenzaban a intuirse los brazos inertes, clavados a la cruz. La cabeza baja, coronada de espinas. Hundía el cincel sobre las costillas a medio hacer.

He quitado la vista de la crucifixión para cruzar la calle y es cuando he pensado en mi abuela. Recuerdo cuando me llevaba al colegio. Salíamos del portal y se santiguaba. Rápido. Casi como un tic, una manía. Se santiguaba y bajaba el escalón. Al poco de andar por la calle empezaba a llorar. “Es el aire, que me hace llorar”. Pero el lloriqueo no era sólo en la calle. También le venía viendo la televisión, haciendo ganchillo o comiendo.

Ahora mi abuela ya no se santigua al salir de casa. Se le habrá ido la fe. O las manías o los tics. Lo que sea. Ahora tampoco llora todo el día. Se ha operado para que los ojos le dejen descansar. “No sé para qué. De vieja no me hacía falta tener los ojos majos”.

Se le ha ido la fe. Se le ha ido el lloriqueo. Tal vez cuando te haces mayor se te van las cosas ancladas a tu cuerpo. Las manías, los males, los lloros. Y ahora tengo miedo. No sé qué se me irá a mí. No me santiguo al salir a la calle pero sí que lloro con el aire. Puede que se me acabe la manía de mirar al hombre que siempre está en la esquina con Goya. Pero hasta que eso pase, mañana iré a mirar si ha acabado de tallar la cruz.

viernes, 19 de febrero de 2010

mis manos se preparan para escribir

No duermo bien. Por las noches recuesto la espalda y hago tonterías así.



Mathilda


Hotel


Molino y olivos


¡Copón! (Mis manías con las tildes)



Y ahora voy a escribir.

martes, 9 de febrero de 2010

a mí me gusta el olor de las farmacias

Me encantaba el olor de las farmacias. Cada día buscaba una excusa para recorrerlas una por una. Empezaron a conocerme en el barrio. Después en toda la ciudad.

Primero me hice adicta al ibuprofeno y a la valeriana. Después a las juanolas y a la equinácea. Las tomaba rápido para no sentirme mal al ir de nuevo a la botica. La campanilla de la puerta sonaba y yo me tragaba ese perfume a limpio y a química a bocanadas.

Cuando empeoraba, buscaba desesperada farmacias de guardia. Así conocí a Gómez, el farmacéutico de la calle Chinchilla. Me encontró a las tres de la mañana. Asomada al hueco de la verja, intentando inhalar el olor que se escapaba de la farmacia. “Entra”, me dijo subiendo la verja. Yo me quedé dormida en la silla junto a la báscula, rodeada de olor a aspirina y esparadrapo. Me despertó con una taza de café y un bote envuelto en papel de farmacia.

“Ten, me ha costado. Pero te he guardado el olor aquí dentro. Ya tienes tu perfume”.

lunes, 8 de febrero de 2010

con la cara lavada

Acabé diciéndote guarradas al oído. Pegada a tu oreja recordé lo que me gusta tu sudor. Y a ti el mío y también el tuyo. “Es algo animal”.

Fue el día que enterraron a mi abuelo y me fui a emborrachar para poder llorar sin vergüenza. Te esperaba en la barra del bar al que ibas siempre, con dos whiskys y la cara lavada.

En tu casa me olisqueaste la nuca. Y yo acabé diciéndote lo que nunca me había atrevido.