jueves, 16 de abril de 2015

Minúscula.

No tengo un recuerdo claro de los días de colegio. Ni siquiera de mi niñez. Sólo de algunos momentos. Escenas entrecomilladas de ese tiempo. Sin un orden cronológico. Frases sueltas de un primer acto. Pero sí recuerdo algo. Una sensación extraña cuando, por algún motivo, caminaba por la calle o estaba en casa en lugar de estar en el colegio. Ese horario de colegio que nos privaba a todos los niños de ver cómo era el mundo fuera de las aulas. Por ejemplo, si tenía que ir al médico y  me llevaban más tarde al colegio, caminando por la calle se presentaba ante mí un decorado nuevo: había figurantes mayores, una nueva luz, una nueva hora del día fuera de un aula. Un mundo ajeno para mí y que, durante años, permanecería oculto. Pasaba lo mismo si estaba enferma y pasaba la mañana tapada con una manta. Desde la radio o la televisión me llegaban historias aburridas y para mayores. Hablaban de política o del corazón. Veía caras desconocidas y nuevas en la televisión. Rostros e historias que no estaban pensadas para alguien como yo. Alguien pequeño, de mi edad. Una mirada ajena y objetiva que descubría algo nuevo. Ya han pasado muchos años desde entonces. Ya se me dice adulta. Los niños, de los que dejé de formar parte hace mucho, me llaman señora desde hace mucho tiempo. Pero esa sensación ha vuelto. El otro día, al cruzar un paso de cebra, el mismo paso de cebra que cruzo todos los días, me pareció no reconocerlo. Sentí que la luz del día no era la misma que la luz de todos los días a la misma hora. Que las caras con las que me cruzaba por la calle, eran extrañas, distantes, igual que te siente cuando viajas a otro continente. Lo cotidiano te es extraño. Y me sentí como me sentía entonces cuando llegaba unas horas más tarde al colegio. Un mundo parecido a lo que conocía. Pero diferente, nuevo. De nuevo, vi que todo es diferente. Todo estaba por descubrir. Por estrenar. Y de nuevo me sentí pequeña. Minúscula.


miércoles, 2 de noviembre de 2011

Buenos días

Te sigo dejando sitio en la cama. El tuyo, tu huequico. Y las mantas se me caen y paso frío. No sólo en los pies y sobre la piel. Frío del que va por dentro. Del que desquebraja donde encuentra un hueco. Ya no se me ve triste. Pero lloro ese llanto seco (que es el doloroso porque araña mente y corazón). Y he empezado a usar un gorro de lana para dormir. Para que por las noches, cuando consigo descansar, no se me escapen las ideas ni los recuerdos. Buenas noches. Buenos días.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Tengo palabras atragantadas. Agarradas a mi garganta. No salen. No se quieren marchar.

Me crujen los dedos. Y tomo aire. Despacio. Inspiro. El aire llega a cada recoveco. Preparo mis dedos, acaricio teclas. Y escucho cada golpe sobre el teclado.

Las palabras dejan de arañarme la garganta. Algunas las tragaré. Otras, las escupiré sobre una hoja en blanco.

Despacio. Vuelvo.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

sway

Estaba empapada de sudor. El calor no nos había dejado descansar en dos días y, según ese hombre de la televisión, iba a durar otro par más. Los niños jugaban en el jardín saltando sobre el aspersor. Los oía desde el salón. A ellos y a los hijos de los vecinos que se habían unido a la fiesta mientras su madre iba a no sé qué recado. Tenía la falda pegada a las piernas y casi podía oler el sudor de mis axilas. Moví el vaso que tenía la mano (siempre me ha gustado el repiqueteo de los hielos sobre el cristal) y apuré el último trago de zumo de naranja con un chorrito (o más) de vodka. Me serví más (esta vez el chorrito de vodka llenó algo más el vaso). Puse la radio y me dejé caer sobre el sofá. Pensé que deberíamos cambiar la tapicería. Conseguí limpiar la mancha del helado de chocolate que se le cayó a Virginia pero me cansaban esas flores. Flores para aposentar el culo. No tenía jarrones con flores frescas y las teníamos pintadas para sentarnos encima (y para un par de polvos que echamos nada más instalarnos aquí). Julie London comenzó a susurrar una canción. Bebí de un trago todo lo que quedaba en el vaso y cerré los ojos. Quería oír el ruido de las gotas del aspersor. Los pies de los niños cayendo sobre el césped mojado. El ventilador del techo removía el calor y el sudor. Y Julie escupía su aliento sobre el micrófono. Imaginé que estaba en una vieja barca (tapizada de flores, pero una barca) que me mecía de un lado a otro mientras desde el puerto se oía un concierto, las gotas eran provocadas por la barca al romper el agua y el calor era de un sol redondo y perfecto que por la noche pasaría a ser una brisa fresca. Me acomodé en mi barca y noté la presión de mis muslos bajo mi vientre. Una presión perfecta en el lugar perfecto. Mi barca de flores era pequeña pero seguí moviendo mis piernas, mis muslos, de un lado a otro siguiendo el balanceo del mar. Al poco, ahogué un gemido mordisqueando los cojines. Abrí los ojos y salí de mi barca. Mis muslos estaban empapados de sudor y del grito ahogado en el cojín. Fui a ducharme y cambiarme de ropa. Decidí que prepararía guiso de carne para cenar. A mi marido le gustaría.



martes, 27 de julio de 2010

tripas

Cuando dormíamos juntos, no distinguíamos a quién le sonaban las tripas. Estábamos tan pegados que nos rebotaba el vientre al mismo tiempo. Ahora duermo sola y la tripa sólo me suena a mí.

Estar sola en casa da pereza. No hago la cama, no abro las ventanas y no me apetece cocinar. Sustituyo mis comidas por un par de cigarrillos y empachos de series. Capítulo tras capítulo. Hasta que no puedo más.

He pasado varios días en casa. ¿Pero para qué salir? Ni siquiera intento taparme las ojeras. Mis gafas están sucias y me corté el pelo a mí misma el día que él se marchó. Pero me he decidido. Busco en el armario y veo su camisa. La de cuadros rojos. Se la olvidó. ¿O la ha dejado? No importa. Me visto con lo primero que veo. No importa. Nada importa.

La calle huele diferente. Huele a sol. A sudor de todo el que pasa. A ese melocotón pudriéndose en la acera. Revistas a estrenar en el quiosco. A electricidad al lado del semáforo.

Siempre bajaba con él por esa calle. Nos separábamos en el metro. Marrón y roja. Un hasta luego en un beso. Ahora no hay líneas de metro de colores. Ni despedidas ni besos. Ahora bajo sola por la calle, fumando mi comida y esperando que los huesos terminen de escaparse de mi piel. Mientras, el mundo huele a sol y a fruta podrida.

Odio el centro comercial al final de la calle. Odio sus pasillos iguales. El sonido de los pasos sobre las baldosas. Odio las dependientas fumando en la puerta, con ese aire de prepotencia y puterío a partes iguales. A una se le escurre el maquillaje y tiene el pelo tan cardado como las pelucas que seguramente venda en la planta 1. Tal vez le obliguen a peinarse así para hacer creer a las clientas que los postizos que van a comprar son naturales. O tal vez simplemente se vea guapa. Hermosa y realizada. Mierda. Tan artificial como los pasillos de su planta. Sonríe descarada a un compañero. Y se lleva a la boca un pitillo. Sus uñas son obscenamente horribles. Largas y fucsias. Me repugna. Ella y ese maldito centro comercial. Sólo entraba cuando él quería comprarse algo ahí. Calzoncillos, colonias, lo que sea. Sólo entraba por él y volvería a hacerlo.

Como una autómata me veo en la sección de cosméticos cargada de bolsas. Perfume, barras de labios, maquillaje y cremas. ¿Qué me ha pasado? Salgo asustada y ya ha oscurecido. Fumo de golpe la merienda y la cena. El quiosco ha cerrado y ya no huele a revistas. Tampoco a sol.

Las bolsas me hacen daño en los dedos. Quiero volver a encerrarme en casa y volver a oler mi propio aire, mis sollozos, mi pereza. Cierro la puerta de golpe y lo veo a él. Con su camisa en la mano.

- Vengo. He venido por… - dice, señalando la camisa.

- Yo… yo he ido a comprar.

- Pero si odias ir ahí. – Me contesta con una sonrisa.

- Lo sé.

No me salen las sonrisas y las bolsas se me escurren. Todas las cremas caen en mis pies.

- Te has cortado el pelo.

- Sí.

- Y estás delgada. Muy delgada.

- Echo de menos el ruido de tu tripa.

- ¿Qué?

- Echo de menos que nuestras tripas suenen a la vez. Echo de menos tu radio en la ducha. Tu ropa por el suelo. Que dejes vasos por toda la casa. El olor a nicotina. Tu puta manía de comprar calzoncillos en ese sitio. Echo de menos hablar, discutir, follar contigo.

- ¿Echas de menos la rutina?

- Sí, por la que todo acabó.

- Yo también.

Abre las ventanas y deja la camisa en el armario. Veo que ha dejado un vaso en la mesilla. Y me abraza. Me abraza tan fuerte que su tripa suena y remueve la mía.