jueves, 31 de diciembre de 2009

A(na)manda

La encontró debajo de un par de libros. Era domingo y no había parado de llover en todo el día. Se aburría de comer bolas de chicle tumbada en el sofá, así que empezó a limpiar. Había quitado el polvo de toda la casa cuando abordó la estantería de la esquina. Libros prestados, láminas perdidas, guías de teléfono caducas y esa carta olvidada debajo de Aldecoa y Nabokov. No tenía remitente ni sello y estaba dirigida a un nombre desconocido. Sobre blanco, caligrafía cuidada.
El lunes por la mañana dejó la carta sobre la mesa de la portería. El miércoles por la tarde encontró otra carta en el buzón. Sobre azul, misma letra, mismo nombre.
El viernes habló con Enrique, el portero. No sabía a quién iba dirigida, pero él la guardaría por si alguien pasaba a buscarla. La guardó en el segundo cajón de su mesa. Cerró la portería y se marchó a Conache, su pueblo, a pasar el fin de semana.
El domingo se despertó con una resaca terrible. Cena de empresa. Iba por el pasillo bostezando y quemándose las manos con la taza de leche cuando la vio. Un sobre rasgado y viejo asomaba por debajo de la puerta. Dejó la taza en el suelo y se lanzó a leer aquellas letras. El mismo nombre, la misma letra. En pijama y descalza, bajó las escaleras de dos en dos. La portería seguía cerrada con llave. El segundo cajón estaba abierto y vacío. Sin pensarlo, cogió aquel sobre y lo rompió en dos. Tiró los pedazos a la calle y se encerró en casa.
Pasaron cinco días y seis horas cuando escuchó unos rasguños en la puerta. Caminó despacio y agarrada a su manta. Se asomó por la mirilla y no vio a nadie pero algo tocó sus pies. Ahí estaba. Un sobre marrón, más grueso que los anteriores, asomaba debajo del umbral. Mismo nombre, misma letra negra. Abrió el sobre.
El primero fue el sobre desgarrado en dos, cuidadosamente pegado. Dentro le esperaba el sobre rasgado y viejo. Le siguió el sobre azul y por fin se encontró con el primero. Aquella carta olvidada bajo un par de libros. Un sobre blanco, con un nombre desconocido dibujado con una perfecta caligrafía. Fue entonces, viendo lo que guardaba aquel sobre, cuando a Amanda el horror le ahogó el grito y el pelo se le volvió blanco.

miércoles, 28 de octubre de 2009

si subo al pajar puedo ver el mar

Si subo al pajar puedo ver el mar. Es un mar de trigo. Requemado y de espigas. Nunca he visto el mar de verdad. Ese que dicen que es de agua. Pero me han dicho que es tan grande que el agua llega más lejos de lo que puedes ver y que el viento te trae olor a sal. Aquí son los campos los que hacen que los ojos me duelan al intentar verlos y el cierzo me trae olor a tierra y sol. Nunca he visto el mar y nunca he ido más lejos que al pueblo de mi tío, el día que murió, pero creo que no lo necesito. Todo lo que me hace falta está aquí. Tengo todos los colores que quiera ver, todos los ruidos que me puedan llegar y hay tantos olores que se me juntan en la nariz la miel de las colmenas con las hojas podridas por la lluvia.

En unas horas me caso. Con el pequeño de Luisillo. Todos dicen que seré una buena esposa. Sé cocinar, sé hacer labores y me he hecho fuerte trabajando desde que aprendí a recoger el azafrán. Pero no sé qué haré cuándo ya sea su esposa y nos tumbemos en la misma cama. Nadie me ha contado nada. Sólo sé que es pecado que un hombre y una mujer se acerquen cuando no están casados. Y también sé que es pecado sentir lo que siento cada vez que él se me acerca. Porque madre me lo dijo el primer día que se me escapó sangre de entre las faldas: “Ahora tienes que tener cuidado, y no te debes embolicar por ningún hombre. Que te agitarán las tripas por dentro y te desgraciarán la vida”. Y sé que eso es lo que siento, que las tripas se me remueven cada vez que lo veo y las mejillas me arden. Me ha embolicado, sí. Desde el día que me agarró del brazo y me dijo al oído que me quería. Se marchó corriendo hacia la rambla y no me habló hasta después de una semana, cuando me dio un beso en la boca, escondidos en el Corralico de Julián. Y esto no lo sabe nadie. Ni mis hermanas. Ni tampoco el cura, porque me lo he callado en las confesiones. Y eso es otro pecado. Pero ya no importa, porque Dios ya lo sabe y porque en unas horas me caso. Y esta noche me volverá a decir en el oído que me quiere, pero ya no se echará a correr. Y después, me volverá a dar un beso, pero está vez ya no será tan corto ni a escondidas. Lo que venga después no lo sé. Madre sólo me ha dicho que esta noche me haré una mujer, y que él será el hombre con el que pasaré los días y las noches que me quedan. No importa lo que pasé, sé que será por amor.

Y todos esos días y todas esas noches, quiero pasarlas aquí. En esta tierra roja. En la que va a ser mi casa, recién encalada y con amapolas saliendo de las esquinas. Con sudor y dolor de trabajo, con olor a guiso y sabor a pan. Mi madre ya me ha preparado el ajuar y el vestido para hoy. También tengo las sábanas de lino en las que pariré a mis hijos y el baúl que me ha dado mi padre con lágrimas en los ojos, que soy la hija pequeña y me tengo que marchar. Aunque seguiré aquí.

Nunca he visto el mar de agua que me contó el maestro. Pero tengo mar de trigo, que huele a tierra y a aire requemado en mayo.

martes, 13 de octubre de 2009

la historia del tercero

El desamor es igual que parir. Tu cuerpo se abre entre gritos de dolor y de ti sale todo lo que surgió de caricias, besos y orgasmos. A mí el tercer desamor me llegó un octubre en Londres. Durante meses vi cómo se me cambiaban las esquinas grises y ya sólo veía las puertas azules y los puestos de flores. Lo conocí nada más llegar al aeropuerto, nuestras pintas de asustadizos forasteros nos unieron en el Gatwick Express y al poco, sin saber cómo, habíamos acabado compartiendo apartamento en Greenwich, muy cerca del parque. Ahí, al parque, íbamos a pasear todos los domingos y después tomábamos algo en la cafetería que, en un intento fallido, estaba disfrazado un sofisticado aire francés. Nos inventamos una rutina nueva. Las botas de agua y los paraguas siempre estaban a mano, cerca de la puerta. La manta fue obligatoria a partir de septiembre. Y aprendimos a dejarnos mensajes en el espejo del baño antes de que el otro entrase. Así, desde la ducha y entre el vaho veíamos notas, dibujos o recordatorios. Creo que las entrañas se me fueron mullendo y ya no gruñía por la falta de sol ni porque mi culo fueran engordando a pasos agigantados. Nuestro pelo olía a calefacción y nuestra saliva sabía a té con leche. Y eso me gustaba.

Pero decidió dejarme en el Greenwich Market, el miércoles durante el mercado vintage. Mi rincón favorito del barrio porque, según él, “soportaría mejor la noticia”. Y una mierda. Ese día había comprado un foulard y un par de viejas fotografías para mi colección. El mercado olía a fruta y flores, me había probado un vestido demasiado corto en el puesto de Alice y un par de viejecillas que vendían todos los trastos que encontraban por casa alabaron mi recién mejorado acento. Decidimos pedir comida en un puesto japonés y fue entonces cuando me habló de Asha, su compañera de trabajo. Los hashi se me cayeron al suelo pero la tenpura fue directa a su chaqueta. Recuerdo a la perfección ese instante. Una fotografía al detalle con olor a granada y manzanas y con sabor a verdura rebozada. Se me desgarró la costura que debía unirme por dentro y sólo deseé morirme.

En el primer parto, la gente asegura que no sabe lo que le espera. En el segundo piensan que a lo mejor es diferente. En el tercero saben lo mucho que se va a sufrir. Pero la gente sigue teniendo hijos. Igual que todos saben lo que se llora con el desamor, todo el mundo cae de nuevo. Será que las heridas cicatrizan muy bien con los lloros.

No he vuelto a probar la soja, pero sigo desayunando té con leche.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

pero me sigo mordiendo las uñas

No sabía nada de él desde el día en que me acosté con su amigo. Hasta entonces los dos paseábamos sin casi decirnos nada, nos sentábamos en una terraza de la Plaza del Dos de Mayo a tomar una caña y se metía conmigo y con mis cigarros slim. Era algo así como una relación platónica. Podíamos pasear ese verano, reír hasta que nos doliesen los huesos y hablar sin parar durante horas, pero éramos conscientes de que, por algún motivo, no acabaríamos en la cama. Me acompañaba hasta el metro y me daba un beso muy rápido en la mejilla. Nada más, aunque yo me moría de ganas de arrinconarlo en cualquier esquina.

Y de repente, desapareció. Nunca más volví a saber de él. Ni su amigo ni yo le dijimos nunca nada. Pero creo que lo supo al vernos la cara o tal vez descubriese un poco de mi olor arropado en la nuca de él. Creo que ninguno de los dos esperábamos eso. Simplemente ocurrió. Fue en una noche extraña. Todo el día habíamos sobrevivido a un calor bochornoso y por la noche tuve que salir con chaqueta. Me encontré con él en la Gran Vía. Yo sólo había bebido un par de caipirinhas “por compromiso” pero me notaba las mejillas ardiendo. Pensamos que lo mejor era pasear así que caminamos y caminamos. Tiritábamos de ese frío raro, así que nos acercamos el uno al otro. Era demasiado cómodo estar con él. Y él me miraba con sus ojos demasiado grandes. Atravesamos la Puerta de Alcalá, nos asomamos por las verjas de El Retiro… Y hablando y riendo llegamos hasta mi portal. Subimos y hablamos durante horas. Nos escupimos nuestros miedos, nuestra mierda, nuestros traumas directos a la cara y sin disfraz. Fue entonces cuando me acarició y el mundo se me fue. No recuerdo cómo, pero de pronto los dos estábamos desnudos y gimiendo entre alientos cálidos. Podría haberse quedada en un simple polvo, pero esa noche él me curó de mis miedos y pude volver a mirarme al espejo sin apartar la vista. Incluso deseaba engordar para que pudiese agarrarme con más fuerza de las caderas. A la mañana siguiente nos despedimos con un beso en la mejilla y con los ojos borrosos de vergüenza. Durante todo el día me sentí la cintura satisfecha y las tetas me olían a sal. Nos prometimos no contarlo nunca (y así fue) pero no a olvidarlo.

Y él, mi él de los paseos, de las cañas en la plaza y de los besos rápidos en la mejilla desapareció sin saber cómo. Nadie sabía de él, nadie sabía dónde estaba. Hasta este domingo. Me había despertado demasiado pronto. Tomé un café y me duché rápido. Salí a la calle sin ninguna dirección concreta y paseé un buen rato hasta un café de la calle Espíritu Santo (sí, me gusta ver la ciudad los domingos, todavía dormida). Estaba bebiendo un sorbo de zumo cuando lo vi pasar. Con sus andares lentos y mirando inquieto, cómo siempre. Comencé a seguirle por unas callejuelas y otras, hasta que por fin lo alcancé. Sin decirle nada, me puse a su altura. “He dejado de fumar”, le dije. Se giró hacia mí y me echó su sonrisa de pilluelo. “Tendré que buscar otra cosa de ti que me saque de quicio”, contestó. “Tranquilo, me sigo mordiendo las uñas”. Y paseamos casi sin decirnos nada hasta que se hizo la hora de una caña en la Plaza del Dos de Mayo.

viernes, 25 de septiembre de 2009

norma


El día que sus padres concibieron a Norma se colaba desde el piso de abajo la música de su abuelo. La Callas retumbaba en las paredes y arañaba sus pieles. Casta Diva hizo saltar lágrimas a su madre y su padre memorizó la melodía. Aquella ópera de Bellini era la favorita del abuelo. La escuchaba todos los días al volver del trabajo. Se sentaba en su sofá de piel marrón, el que todavía se sigue usando, y fumaba despacio de su pipa mientras escuchaba a la griega.

La casa enmudecía para escuchar la ópera durante una hora. Su madre aprendió eso desde niña. Le contó que durante esa hora, en la que el mundo se paraba, bailaba por las escaleras, imitaba a la soprano frente al espejo o hacía su representación con muñecos. Cuando creció y se enamoró recordó esos sesenta minutos en los que se masticaba belleza en el aire e instituyó esa hora como el tiempo para amarse. Subían despacio las escaleras y con los primeros acordes comenzaban a besarse en el pasillo. En la suave melodía al principio se desvestían con cuidado. La flauta dirigía sus brazos; los violines sus pasos hacia la cama, vigilada todavía por osos de peluche y revistas de moda. Cuando María comenzaba a cantar se dejaban morir, ahogando los gritos en la voz trágica.

Durante meses, durante años, subían a la misma hora amándose bajo la protección de la historia de las Galias. Pasaban el día tarareando esa música deliciosa en su cabeza y crecieron amando la ópera y venerando a Bellini. Su madre cambió los osos de peluche por una imagen de la santa Callas y decidió ingresar en el conservatorio profesional, tal y cómo su familia deseaba, para poder reproducir aquella pieza que la hacía morir. Su padre se dejó los dedos en las cuerdas del violín. Cuando se encontraban en los pasillos de la escuela, dónde de cada puerta salía una melodía diferente, se decían cualquier verso que les hacía sentir un escalofrío.

Ella le curó las heridas de las cuerdas. Él la escuchó ensayar hasta caer. Y sabían que tenían aquella hora que el mundo les regalaba. Cada nota, un dedo bajando por la piel. Cada palabra, un gemido que acallar. Mientras el abuelo, en el piso de abajo, fumaba despacio de su pipa escuchando la historia de Norma con la voz de su amada María.



Audio: María Callas, Casta Diva de la ópera Norma, Bellini.

Ópera Norma de V. Bellini.

Fotografía: http://mariacallas.org/