domingo, 6 de junio de 2010

la parábola de nayim

A ella no le gusta el fútbol. A él tampoco. El 10 de mayo de 1995, la madre de Chuan se marchó para siempre de casa. Dio un portazo mientras su padre sollozaba en un rincón y el resto del mundo quedó en silencio mirando la televisión, viendo volar el balón de un extremo a otro del campo. Justo cuando su madre bajó el primer escalón, todos aplaudieron y gritaron a la vez. La escalera de vecinos retumbó. Fue la última vez que Chuan lloró.

El padre de Alodia trabajaba aquella noche. Volvía en coche, masticando maldiciones y pisando el acelerador para no perderse el partido. En la radio gritaron un gol imposible desde París y el padre de Alodia berreó entusiasmado. Igual que el otro conductor que apareció por su izquierda. Ambos murieron en el acto.

Chuan y Alodia se conocieron tres años más tarde. Nada más verse, su realidad de catorce años se tambaleó. Ella, cara de pan y pelo amputado, se dio cuenta de que sus dudas lésbicas se marchaban. Si hasta entonces no se había sentido atraída por un chico, era porque no había visto a nadie cómo él: ese muchacho enjuto, de mirada llorosa tras unas gafas demasiado grandes y miedo en las manos. A partir de ese día, ella soñó que él era un poeta maldito, condenado a escupir miserias en tinta y que le lamería palabras a escondidas.

A Chuan, por primera vez, le dieron ganas de palpar los pechos picudos que le asomaban a Alodia bajo una camiseta tres tallas más grande. Él pensó de ella que tenía cara de duende y andares de geisha. Se masturbaba pensando que olía su nuca despejada, sus orejas frías.

No se llamaban Ana ni Otto, así que se comieron las ganas. Mientras sus padres caminaban cogidos de la mano, ellos se besaban con sólo una mirada. Se acariciaban pasándose la sal en la mesa. Se decían palabras bonitas contando chistes malos. Pensaron que nunca estarían juntos, así que escribieron lo que nunca podrían hacerse. Diarios prohibidos a dúo, leídos entre apuntes de química e historia.

Alodia fue expulsada tres días de clase. Llamó cabrón al profesor de matemáticas cuando él le gritó que debía volver al aula. Había salido porque usaron la puta parábola como ejemplo en clase.

Chuan estuvo castigado un mes. Dio un puñetazo a Iván después de oír cómo le llamaba nenaza. Se había negado a jugar a fútbol en educación física.

Sus padres habían decidido vivir juntos. Así que Alodia y Chuan se escuchaban el uno al otro con una pared de por medio. Aspiraban el vapor que había dejado el otro al salir de la ducha. Y se dejaban mensajes ocultos subrayando palabras en los libros que se intercambiaban.

Fueron dos años ofreciéndose cucharadas de helado para saborear la saliva del otro. Dos años tocando la pared para sentir una espalda apoyada. Dos años sin dormir buscando la respiración en la habitación de al lado.

Pero todo acabó. La madre de Alodia empaquetó sus cosas y buscó una nueva vida para las dos, a sólo unos kilómetros. Alodia seguía llenando diarios con todas las cosas que nunca haría. Chuan empezó a leer poesía maldita, aunque nunca pudiese cumplir el sueño de ella.

Se reencontraron por casualidad tres años después. Sin impedimentos pero todavía con miedo en las manos. Se abrazaron y, por fin, se besaron despacio. Se rieron al comprobar que su saliva sabía distinta sin una cucharada de helado.

Tiritando, con las sábanas caladas de sudor, hablaron de ese 10 de mayo que marcó sus vidas y que, irremediablemente, les había unido para siempre. Vieron que su vida no había sido más que una narración con la que hablar del destino. Una metáfora, una parábola.

Cogieron los diarios inventados, escritos durante años, y los releyeron. Había que empezar a cumplir lo escrito. Ahora, sólo había que elegir un título…