No tengo un recuerdo claro de los días de colegio. Ni siquiera de mi
niñez. Sólo de algunos momentos. Escenas entrecomilladas de ese tiempo.
Sin un orden cronológico. Frases sueltas de un primer acto. Pero sí
recuerdo algo. Una sensación extraña cuando, por algún motivo, caminaba
por la calle o estaba en casa en lugar de estar en el colegio. Ese
horario de colegio que nos privaba a todos los niños de ver cómo era el
mundo fuera de las aulas. Por ejemplo, si tenía que ir al médico y me
llevaban más tarde al colegio, caminando por la calle se presentaba ante
mí un decorado nuevo: había figurantes mayores, una nueva luz, una
nueva hora del día fuera de un aula. Un mundo ajeno para mí y que,
durante años, permanecería oculto. Pasaba lo mismo si estaba enferma y
pasaba la mañana tapada con una manta. Desde la radio o la televisión me
llegaban historias aburridas y para mayores. Hablaban de política o del
corazón. Veía caras desconocidas y nuevas en la televisión. Rostros e
historias que no estaban pensadas para alguien como yo. Alguien pequeño,
de mi edad. Una mirada ajena y objetiva que descubría algo nuevo. Ya
han pasado muchos años desde entonces. Ya se me dice adulta. Los niños,
de los que dejé de formar parte hace mucho, me llaman señora desde hace
mucho tiempo. Pero esa sensación ha vuelto. El otro día, al cruzar un
paso de cebra, el mismo paso de cebra que cruzo todos los días, me
pareció no reconocerlo. Sentí que la luz del día no era la misma que la
luz de todos los días a la misma hora. Que las caras con las que me
cruzaba por la calle, eran extrañas, distantes, igual que te siente
cuando viajas a otro continente. Lo cotidiano te es extraño. Y me sentí
como me sentía entonces cuando llegaba unas horas más tarde al colegio.
Un mundo parecido a lo que conocía. Pero diferente, nuevo. De nuevo, vi
que todo es diferente. Todo estaba por descubrir. Por estrenar. Y de
nuevo me sentí pequeña. Minúscula.
Marcos Planet
Hace 1 mes