Tenía 22 años, las manos agrietadas, dos hijos y otro en camino. Su sudor olía a espliego y su pelo a azafrán. Creía en Dios pero no iba a misa, que no tenía tiempo para eso (y si tuviese, tampoco lo gastaría así). Llevaba unos días con una tos albina, porque habían encalado la casa de arriba abajo, y con los dedos amarillos de esbrinar(1) durante noches y noches. Su piel estaba fría pero a la vez tostada, que se le había requemado de pasar la vida entre la estufa y el trigo.
Sólo cuando le veía a él, se le ponían las mejillas como ababoles(2). Porque él era el único hombre con el que había estado y con el que iba a estar. Y sólo con él se enrojecía igual que la primera noche de casada. Sólo con él trabaja desde el gallo hasta el Venus vespertino. Sólo con él lloraba sobre una tierra seca. Y sólo con él se curaba las heridas de las manos, las que le salían del trabajo y del frío.
Apenas sabía leer, pero sí sabía que de sus hijos vendrían letras. Se hizo fuerte con el trabajo del campo. Se hizo dulce con el chocolate y la miel en la cocina.
Tenía 22 años cuando el esfuerzo del amor hizo que sus ojos decidiesen llorar siempre, estuviese feliz o triste. Desde entonces se le vio la menta de sus ojos entre agua y sal. Siempre.
Días después del nacimiento de ese manantial perpetuo, nació su tercer hijo, mi tío.
Ahora, con muchos años más, con la piel agrietada de tiempo, sigo viéndole ababoles en las mejillas cuando se ríe y lágrimas en los ojos, de mañana y de tarde.
Pero yo… yo sólo quiero ponerle las líneas que ella no pudo aprender.
(1) Esbrinar: (Aragonés) Separar el brin y las lengüetas de la
rosa del azafrán.
(2) Ababol: (Aragonés) Amapola.