lunes, 27 de julio de 2009

la habitación de Gabriel (I)

Una y otra vez las alas se batían contra las paredes de la jaula. Y una y otra vez, casi se oían las plumas caer contra el suelo. Yo lo escuchaba al final del pasillo y sé que ella, que sólo le separaba de aquella cárcel una pared fina (y empapelada con flores), contaba cada golpe contra los barrotes. Pepa, la codorniz, no dormía desde que él murió. Igual que ella. Pepa estaba atrapada en su jaula pintada en plata y ya no tenía la excusa de su encierro por él. Igual que ella.
Habían pasado dos semanas desde el funeral, donde ella no lloró ni dijo nada. Sólo se dio cuenta de que sus manos tenía un horrible olor a lejía y que cuando le daban el pésame las notaba más ásperas que las del resto. Durante catorces días ha intentado quitarse ese perfume, pero nada. Se le ha calado para siempre.

Murió durante los diecisiete minutos en que ella bajó a comprar el pan y los tomates que se había olvidado. Cuando entró en casa la jaula estaba volcada en el suelo y Pepa agitaba las alas como una loca. Mi abuelo estaba tumbado a los pies de la cama y ya no respiraba. Los médicos nos han dicho que no se enteró. No es ninguna sorpresa, no recordaba absolutamente nada de sus días. Yo creo que tampoco recordaba que un día había nacido, ni sabía lo que significa morir.

Ella no lloró ese día, ni en el velatorio, ni en el funeral, ni en el entierro. Se quedó callada. Quieta. Seca. Pasaron dos noches hasta que por fin se levantó y, sin apenas hacer ruido, se sentó en la cama de mi abuelo Gabriel. Tan vacía que daba miedo. Quiso despedirse. Yo la miraba desde la puerta y con un "Mamá" bajo vino hacia mí y me abrazó. Fue la primera vez que tuve que consolar a mi madre. Sí, olía a lejía pero también a sal, a limpio y a calor.

A la mañana siguiente le ayudé a recoger la ropa del abuelo y las fotos que él miraba sin saber quienes eran aquellos tan parecidos a él. Papá prefirió no hacerlo. Y eligió llorar a su padre con un duelo callado en el sofá.
Mamá cerró la habitación del abuelo Gabriel. Y se despidió de una rutina de años. Pepa le lloraba desde su jaula. Ella también.
Desde el fondo del pasillo escucho a las dos batir las alas contra sus barrotes...

8 comentarios:

  1. Supongo que todos tenemos nuestra pequeña jaula...
    Pero, como he leído hace poco, a veces los pájaros tienen que aprender a abrir las cerraduras con el pico.
    Todo depende de uno mismo...

    Mirna.

    ResponderEliminar
  2. Quizás a Pepa le consuele un poquito que abran la jaula. Para la jaula de la mujer de las manos con olor a lejía, la cosa es más difícil.



    miau de risa, para que no sepa todo tan triste :)

    ResponderEliminar
  3. ¡Qué preciosidad de texto eme ce!
    No tengo palabras, has logrado transmitir el pesar y la tristeza de una forma tan natural como precisa.
    Un beso MUYGRANDE :)

    ResponderEliminar
  4. Es que en las puertas rojo amapola (y en las amarillas submarino) hay magia. Por eso si vas por Madrid y das con una, tienes que hacerle una foto poniendo a Nanou el duende delante, porque si es magia al cuadrado ya es increíble :)

    ResponderEliminar
  5. Sinceramente, quien más pena me da de todos es Pepa...

    ResponderEliminar
  6. muchas gracias :)

    sabes? tal vez las jaulas deberían desaparecer de lafazdelatierra...


    xxx

    ResponderEliminar
  7. has conseguido ponerme la carne de gallina
    gracias
    :)

    ResponderEliminar
  8. leo esto y pienso en mi abuela
    pero
    qué triste

    ResponderEliminar

Garabatea con colores.