miércoles, 28 de octubre de 2009

si subo al pajar puedo ver el mar

Si subo al pajar puedo ver el mar. Es un mar de trigo. Requemado y de espigas. Nunca he visto el mar de verdad. Ese que dicen que es de agua. Pero me han dicho que es tan grande que el agua llega más lejos de lo que puedes ver y que el viento te trae olor a sal. Aquí son los campos los que hacen que los ojos me duelan al intentar verlos y el cierzo me trae olor a tierra y sol. Nunca he visto el mar y nunca he ido más lejos que al pueblo de mi tío, el día que murió, pero creo que no lo necesito. Todo lo que me hace falta está aquí. Tengo todos los colores que quiera ver, todos los ruidos que me puedan llegar y hay tantos olores que se me juntan en la nariz la miel de las colmenas con las hojas podridas por la lluvia.

En unas horas me caso. Con el pequeño de Luisillo. Todos dicen que seré una buena esposa. Sé cocinar, sé hacer labores y me he hecho fuerte trabajando desde que aprendí a recoger el azafrán. Pero no sé qué haré cuándo ya sea su esposa y nos tumbemos en la misma cama. Nadie me ha contado nada. Sólo sé que es pecado que un hombre y una mujer se acerquen cuando no están casados. Y también sé que es pecado sentir lo que siento cada vez que él se me acerca. Porque madre me lo dijo el primer día que se me escapó sangre de entre las faldas: “Ahora tienes que tener cuidado, y no te debes embolicar por ningún hombre. Que te agitarán las tripas por dentro y te desgraciarán la vida”. Y sé que eso es lo que siento, que las tripas se me remueven cada vez que lo veo y las mejillas me arden. Me ha embolicado, sí. Desde el día que me agarró del brazo y me dijo al oído que me quería. Se marchó corriendo hacia la rambla y no me habló hasta después de una semana, cuando me dio un beso en la boca, escondidos en el Corralico de Julián. Y esto no lo sabe nadie. Ni mis hermanas. Ni tampoco el cura, porque me lo he callado en las confesiones. Y eso es otro pecado. Pero ya no importa, porque Dios ya lo sabe y porque en unas horas me caso. Y esta noche me volverá a decir en el oído que me quiere, pero ya no se echará a correr. Y después, me volverá a dar un beso, pero está vez ya no será tan corto ni a escondidas. Lo que venga después no lo sé. Madre sólo me ha dicho que esta noche me haré una mujer, y que él será el hombre con el que pasaré los días y las noches que me quedan. No importa lo que pasé, sé que será por amor.

Y todos esos días y todas esas noches, quiero pasarlas aquí. En esta tierra roja. En la que va a ser mi casa, recién encalada y con amapolas saliendo de las esquinas. Con sudor y dolor de trabajo, con olor a guiso y sabor a pan. Mi madre ya me ha preparado el ajuar y el vestido para hoy. También tengo las sábanas de lino en las que pariré a mis hijos y el baúl que me ha dado mi padre con lágrimas en los ojos, que soy la hija pequeña y me tengo que marchar. Aunque seguiré aquí.

Nunca he visto el mar de agua que me contó el maestro. Pero tengo mar de trigo, que huele a tierra y a aire requemado en mayo.

martes, 13 de octubre de 2009

la historia del tercero

El desamor es igual que parir. Tu cuerpo se abre entre gritos de dolor y de ti sale todo lo que surgió de caricias, besos y orgasmos. A mí el tercer desamor me llegó un octubre en Londres. Durante meses vi cómo se me cambiaban las esquinas grises y ya sólo veía las puertas azules y los puestos de flores. Lo conocí nada más llegar al aeropuerto, nuestras pintas de asustadizos forasteros nos unieron en el Gatwick Express y al poco, sin saber cómo, habíamos acabado compartiendo apartamento en Greenwich, muy cerca del parque. Ahí, al parque, íbamos a pasear todos los domingos y después tomábamos algo en la cafetería que, en un intento fallido, estaba disfrazado un sofisticado aire francés. Nos inventamos una rutina nueva. Las botas de agua y los paraguas siempre estaban a mano, cerca de la puerta. La manta fue obligatoria a partir de septiembre. Y aprendimos a dejarnos mensajes en el espejo del baño antes de que el otro entrase. Así, desde la ducha y entre el vaho veíamos notas, dibujos o recordatorios. Creo que las entrañas se me fueron mullendo y ya no gruñía por la falta de sol ni porque mi culo fueran engordando a pasos agigantados. Nuestro pelo olía a calefacción y nuestra saliva sabía a té con leche. Y eso me gustaba.

Pero decidió dejarme en el Greenwich Market, el miércoles durante el mercado vintage. Mi rincón favorito del barrio porque, según él, “soportaría mejor la noticia”. Y una mierda. Ese día había comprado un foulard y un par de viejas fotografías para mi colección. El mercado olía a fruta y flores, me había probado un vestido demasiado corto en el puesto de Alice y un par de viejecillas que vendían todos los trastos que encontraban por casa alabaron mi recién mejorado acento. Decidimos pedir comida en un puesto japonés y fue entonces cuando me habló de Asha, su compañera de trabajo. Los hashi se me cayeron al suelo pero la tenpura fue directa a su chaqueta. Recuerdo a la perfección ese instante. Una fotografía al detalle con olor a granada y manzanas y con sabor a verdura rebozada. Se me desgarró la costura que debía unirme por dentro y sólo deseé morirme.

En el primer parto, la gente asegura que no sabe lo que le espera. En el segundo piensan que a lo mejor es diferente. En el tercero saben lo mucho que se va a sufrir. Pero la gente sigue teniendo hijos. Igual que todos saben lo que se llora con el desamor, todo el mundo cae de nuevo. Será que las heridas cicatrizan muy bien con los lloros.

No he vuelto a probar la soja, pero sigo desayunando té con leche.