lunes, 29 de marzo de 2010

y no estabas (o a punto de dormir y tengo hambre)

Me di la vuelta y no estabas. Recorrí pasillos de estanterías y no estabas. Por primera vez, no estabas. Tu móvil, apagado. Y sentí que tenía tres años, perdida en un centro comercial y con tanto miedo que me temblaban las lágrimas antes de salir. Perdida en un mundo grande.

Alguien me habló, creo que me preguntó algo, pero no le entendí. ¿Quién nos mandó ir a ese país sin saber el idioma? “Con inglés será suficiente” Y una mierda. ¿Y qué coño hacíamos ahí? No lo supe al bajar del avión ni lo sabía entonces.

Empecé a sudar. Empapé la camiseta bajo los brazos y el olor dulzón de mi miedo me tocó la nariz. Los colores chillones de los libros me arañaban los ojos. Carteles con símbolos redondeados. Vueltas en aquel pasillo. Ahí hasta las esquinas olían a libro nuevo. Tuve ganas de vomitar. Me coloqué frente al ventilador para seguir llamándote. Móvil, apagado. Con la garganta seca no podía hablar. Aunque si hablaba, nadie me entendería. Estaba sola en aquella tienda a punto de cerrar, en esa calle impronunciable, en ese pueblo a tres horas en autobús de la capital.

Salí a la avenida principal pero la humedad y el olor a humo me marearon aún más. Sentía resbalar por la tripa el sudor frío. Volví a la tienda abarrotada de carteles (supongo que anunciarían ofertas). Seguí buscándote. Grité tu nombre. Llamé a tu móvil, apagado. Y me eché a llorar. Lloré de miedo y de cansancio. De verdad y de hambre. De sudor y con ganas. Una dependienta se acercó preocupada, me dijo algo. No sé si consuelo, no sé si reproche y entonces te vi. Reconocí tu perfil, tu nariz respingona y tus gafas medio caídas. Estabas agachado detrás de la escalera, con un par de libros sobre las piernas. Te giraste con tu media sonrisa pero, cuando me viste pálida y temblando, te salió una mueca horrible.

- ¿Qué te pasa? – me agarraste, asustado. Y yo sólo pensaba que tenía la camiseta empapada.

- Llévame a casa, por favor.

- Aquí no tenemos casa. ¿Vamos a la estación? – Me tranquilizabas, me acariciabas con tus dedos de nicotina.

- Sácame de aquí, por favor. - Y yo sólo pensaba que por mi espalda me chorreaba el miedo. – Sécame, por favor.


viernes, 5 de marzo de 2010

ana

Se rajó la nariz entre los platos. Ya se había empezado a marear nada más pisar la cocina, pero no dijo nada. Su madre le había pedido por quinta vez que fregase los platos. “Y sin excusas”. El olor a limón de lavavajillas se le metió por la nariz. Tenía las manos arrugadas. Los ojos en blanco. Cayó sobre el fregadero y se rajó la nariz entre los platos rotos.

No saben calcular cuánto tiempo llevaba así. Cuando cayó al suelo, los picos de los huesos arañaban las baldosas. Y ahora se pierde entre el camisón, debajo de las sábanas. Y no dice nada. Los médicos preguntan. Y no dice nada. Todavía no reconoce su tortura. Esa obsesión a la que han llamado Ana.

Ahora no tiene espejos cerca. Todavía no se ha visto la herida en la nariz pero le han dicho que no le quedará cicatriz. Y que van a hacer que Ana no vuelva a estar ahí.