Lo buscó entre sus pestañas pero ahí no estaba. Removió el aire, deshizo sus pasos y se miró en el espejo por si se le había quedado agarrado a la piel. Nada. No aparecía. Pensó que tal vez lo había guardado sin querer. Así que abrió todos los armarios, cajones, cajas y estanterías de su diminuta casa. No lo encontró entre los manteles de lino. Ni en el congelador. Tampoco detrás de los cuadros. Ni tumbado al sol al lado de los geranios del balcón.
Ya habían pasado horas desde que se escapó y el arrastre de las saetas se le hacía terriblemente insoportable. En un intento desesperado quiso verlo en el zumbido de la mosca puñetera (la que se había colado en la casa esa mañana), en el olor a fritanga de la cocina y en los botes de especias de colores. Pero seguía sin aparecer.
Se le empezaron a caer lágrimas gordas, de las que vienen con arrugamiento de barbilla, pero siguió buscando. Ahí y allá. De nuevo, se puso frente al espejo y abriendo la boca miró a ver si se le había quedado atascado en algún diente, abrazado a la lengua o pegado al paladar. Ni rastro. Ni sabor en la saliva, ni en el aliento de después. Aquel suspiro se le había escapado demasiado bien.
Ya habían pasado horas desde que se escapó y el arrastre de las saetas se le hacía terriblemente insoportable. En un intento desesperado quiso verlo en el zumbido de la mosca puñetera (la que se había colado en la casa esa mañana), en el olor a fritanga de la cocina y en los botes de especias de colores. Pero seguía sin aparecer.
Se le empezaron a caer lágrimas gordas, de las que vienen con arrugamiento de barbilla, pero siguió buscando. Ahí y allá. De nuevo, se puso frente al espejo y abriendo la boca miró a ver si se le había quedado atascado en algún diente, abrazado a la lengua o pegado al paladar. Ni rastro. Ni sabor en la saliva, ni en el aliento de después. Aquel suspiro se le había escapado demasiado bien.