Metió el dedo en ella. Con cuidado. Después introdujo la mano en el vaso de agua, el que estaba sobre la mesilla, porque decía que así se quedaría el aroma a ella en la habitación.
A él le ponía inhalar ese olor a violetas.
Al principio la folló con dulzura. Pero enseguida ella le envolvió la espalda con sus piernas y marcó un ritmo rápido. Violento. Deshicieron la cama, rodaron por el suelo y se tatuaron la piel con el estucado de la pared.
El reloj arrastraba horas de jadeos y de aliento caliente. Ella era, es multiorgásmica y con cada gemido, con cada minuto, clamaba su muerte. Terminó llorando de placer a cuatro patas y mordiéndose las muñecas.
Él se corrió temblando y desde la calle sonaron fuegos artificiales. Cuando ella fue al baño, con el alma escurriendo entre las piernas, él se fumó un piti tumbado sobre el colchón desnudo.
Ella volvió y se durmió con agujetas en la pelvis, un camino de círculos violetas bajando por su vientre y dientes marcados en su pecho.
Él dio la última calada y se dejó caer sobre la almohada empapada.
Durmieron una media hora. Al despertarse lo volvieron a hacer. Los dos querían más y se lo dijeron el uno al otro con miradas y sílabas guarras. Después se ducharon y se vistieron despacio.
Le acompañó hasta la puerta. Se despidieron con un beso eterno. Y fue antes de salir, cuando él se dio la vuelta y le dijo un “te quiero”. Un “te quiero” arrastrado por su lengua con miedo y dulzura, incubado por dentro con vergüenza. Le tembló la barbilla y se puso rojo. Ella le devolvió un “y yo a ti” sincero que le salió volando de las tripas, que sabía a sal y a la fruta madura que saben los besos.
Volvieron a la habitación acariciándose con las manos y miradas. Se desvistieron a mordiscos e hicieron el amor otras dos horas.
Ahora, a veces a ella, se le escapa un “te quiero” en algún gemido.
A él le ponía inhalar ese olor a violetas.
Al principio la folló con dulzura. Pero enseguida ella le envolvió la espalda con sus piernas y marcó un ritmo rápido. Violento. Deshicieron la cama, rodaron por el suelo y se tatuaron la piel con el estucado de la pared.
El reloj arrastraba horas de jadeos y de aliento caliente. Ella era, es multiorgásmica y con cada gemido, con cada minuto, clamaba su muerte. Terminó llorando de placer a cuatro patas y mordiéndose las muñecas.
Él se corrió temblando y desde la calle sonaron fuegos artificiales. Cuando ella fue al baño, con el alma escurriendo entre las piernas, él se fumó un piti tumbado sobre el colchón desnudo.
Ella volvió y se durmió con agujetas en la pelvis, un camino de círculos violetas bajando por su vientre y dientes marcados en su pecho.
Él dio la última calada y se dejó caer sobre la almohada empapada.
Durmieron una media hora. Al despertarse lo volvieron a hacer. Los dos querían más y se lo dijeron el uno al otro con miradas y sílabas guarras. Después se ducharon y se vistieron despacio.
Le acompañó hasta la puerta. Se despidieron con un beso eterno. Y fue antes de salir, cuando él se dio la vuelta y le dijo un “te quiero”. Un “te quiero” arrastrado por su lengua con miedo y dulzura, incubado por dentro con vergüenza. Le tembló la barbilla y se puso rojo. Ella le devolvió un “y yo a ti” sincero que le salió volando de las tripas, que sabía a sal y a la fruta madura que saben los besos.
Volvieron a la habitación acariciándose con las manos y miradas. Se desvistieron a mordiscos e hicieron el amor otras dos horas.
Ahora, a veces a ella, se le escapa un “te quiero” en algún gemido.
luego a ella se le escapan entre gemidos.
ResponderEliminarprofundos.
incontrolables.
perfecto.
Y él guarda esos te quieros, que saben a violetas y a sexo; y se los devuelve antes de irse. Se lo dice al oido, muy bajito y sin ponerse rojo, mientras cuenta los segundos que quedan para volverse a ver.
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